Tomás Nevinson

NOVELA

AUTOR: Javier Marías

EDITORIAL: Alfaguara

Aunque puedan leerse de manera independiente, lo preferible es haber leído primero Berta Isla y luego Tomás Nevinson. Ambas novelas no solo forman una complementaria pareja, sino que también lo son los personajes que les dan título, cónyuges para más señas. Las vidas de este singular matrimonio contadas sólo desde la mirada y el alma de Nevinson quedarían incompletas, así como brumoso el personaje de Berta —tan atractivo en su perturbador tercer plano— el cual nos dejaría con ganas de más de no haberla conocido mejor antes.

Así, quienes leímos Berta Isla sabemos que Tomás Nevinson es un espía angloespañol reclutado en Oxford décadas atrás por el siniestro Betran Tupra mediante una serie de engaños que condicionarían el resto de sus días. De sus actividades al servicio del Reino Unido fuimos sabiendo de manera dispersa en virtud de las lucubraciones en la distancia de su mujer. Ahora, en esta nueva entrega, es el propio Tomás Nevinson el que se relata a sí mismo, difusamente en los personajes que ha sido y con más prolijidad (¡680 páginas!) en el que le toca interpretar en esta nueva y espléndida novela.

Cuando se encontraba prácticamente en dique seco, desempeñando tareas burocráticas en la embajada británica en España, Tupra vuelve a contactar con Nevinson para involucrarlo en una nueva misión. Deberá trasladarse a una ciudad del noroeste español, ficticiamente designada Ruán, adoptando la personalidad de un grisáceo profesor de inglés llamado Miguel Centurión. Una vez allí tendrá que averiguar cuál de entre tres mujeres fue anteriormente la terrorista mitad española, mitad norirlandesa Magdalena Orúe, involucrada en los episodios más sangrientos del terrorismo de ETA. Una vez desenmascarada, Nevinson/Centurión tiene instrucciones de eliminarla para impedir que siga infligiendo eventual daño a la sociedad.

Hasta ahí la interesante trama que recuerda a las historias de John Le Carré en la manera de explorar el lado oscuro de los servicios secretos. Pero, como sucede en todas las novelas de Javier Marías, al rebufo de la trama afloran escrúpulos e incertidumbres agazapados en el corazón humano, suspendidos en el limbo que separa el pensamiento de la acción. No son iguales, viene a decirnos Nevinson/Centurión, los viscerales instintos vengativos —por pertinentes que estos sean— que uno pueda albergar desde la comodidad de su sofá, que esos mismos instintos apaciguados, ¿erradicados?, una vez se han producido el acercamiento al otro y el posible afecto.

Sometida al estilo moroso y concéntrico que caracteriza al autor, esta novela rezuma la misma inquietud que desprende la trilogía Tu rostro mañana, cuyo título bien podría ser una precuela de este argumento. ¿Qué sabe nadie quienes seremos mañana? ¿Se justifica con la muerte decretada de una persona la evitación de la muerte de muchas? ¿Se tiene derecho a una segunda oportunidad, a huir de quien se ha sido? Al margen de lo que establece la ley, ¿cuándo prescriben en el recuerdo los delitos de sangre? ¿Cómo se compadecen la memoria y el olvido? Para que los lectores no nos escabullamos en cómodas abstracciones, Marías nos pone por delante el espeluznante relato del asesinato de Miguel Ángel Blanco, dolorosamente conocido, el cual confieso haber leído con el corazón atenazado por una angustia reminiscente de la de aquel 13 de julio de 1997.

Tres cosas me han sorprendido con respecto a otros trabajos de este escritor al que le leo hasta la lista de la compra. La primera, un más audaz acercamiento al sexo (entiéndaseme siempre dentro de unos austeros límites, no hablamos, gracias a Dios, de E. L. James). La segunda, un sentido del humor que excede las inteligentes ironías habituales y que en esta ocasión me provocaron alguna carcajada, como aquella, allá por la página 417, en la cual, en un despiste y por mecánica asociación de nombres de la milicia romana, un individuo llama Pretoriano a Centurión. 

Por último, creo que Marías se ha superado a sí mismo en las descripciones de sus personajes, no ha dejado ninguna al azar. Tan exquisito esmero ha puesto que la mayoría se nos hacían de carne y hueso hasta el punto de casi poder tocárseles.